11/12/2012

LOS CAUSANTES DE NUESTROS MALES...?


Juan Jarquín, un joven siempre callado y tímido de veinte años de edad, vivía con su padre y su hermana mayor Socorro. Ésta siempre había regañado y maltratado a Juan. Como se habían criado sin madre, Socorro había hecho las veces de madre para él; pero se le iba la mano, y sus insultos, castigos y regaños se volvieron insoportables.

Un domingo las ofensas llegaron a un clímax trágico. Socorro reprendió y maltrató severamente a Juan. Lo trató de inútil, de haragán y de inservible. El mal humor de la muchacha fue en aumento. Se airó a tal grado que tomó un palo y comenzó a propinarle golpes.
El muchacho tenía en la mano su machete de trabajo. Con la filosa arma pudo detener unos cuantos golpes del palo, pero al sentirse golpeado incesantemente, no soportó más. Toda la rabia acumulada por años, todo el deseo de desquite y toda la furia del muchacho ofendido y humillado estalló de pronto, y blandiendo el machete, lo asentó en la nuca de Socorro, dejándola casi decapitada.
La mujer cayó en el patio, moribunda, y Juan, aún sin darse cuenta de lo que había hecho, se quedó mirándola, sin pensar nada y sin hacer nada. ¡Otro crimen que ocurría, una desgracia más que se producía, debido a la violencia y a la furia que como caldera hirviente bullen en el corazón humano!
¿Por qué ocurren estas desgracias? ¿Por qué Dios, si existe y es poderoso y es bueno, no impide que un hermano mate a su propia hermana? ¿Por qué Dios no acaba con las guerras, con las matanzas, con los odios y con las venganzas? La respuesta es que Dios no es el causante de nuestros males. Somos nosotros mismos quienes los ocasionamos.
Dios nos hizo libres. Nos dio mente y razón. Puso moral y conciencia dentro de nosotros y estableció leyes perfectas para guiarnos. Si nosotros no cumplimos con lo que Dios nos manda, es decir, si desobedecemos sus leyes escritas en nuestro corazón, pagamos las trágicas consecuencias de haber infringido esa ley inevitable e inflexible de la siembra y la cosecha.
Dios nos ofrece una vida diferente. Él está dispuesto a librarnos de las exigencias de un corazón descontrolado. Cristo, el Redentor, Libertador y Salvador, nos ofrece su mano de apoyo. Sólo tenemos que acudir a Él y pedirle que sea nuestro Salvador.